Artículo original de imaginaMAS (ver aquí)
Odio los selfies.
Los selfies en los que salgo yo solo, me refiero. Selfies con amigos, con familia, con mi marido me hago muchos. Pero muchos: tengo Facebook repleto de ese tipo de fotos. Sin embargo, hacerme selfies yo solo me ha dado horror siempre porque no me siento nada cómodo delante de la cámara. Empiezo a hacer gestos raros, la mandíbula cobra vida propia, cierro los ojos en el momento en que tendrían que estar abiertos. Igual con las fotos de carnet, igual con las fotos profesionales.
Pues eso, que odio los selfies.
Sin embargo, durante los meses posteriores a mi diagnóstico positivo me hacía selfies compulsivamente. Me hacía selfies delante del espejo (el de Grindr que posteé hace unas semanas es uno de ellos), desnudo, muchísimos desnudo, en la habitación, en el baño, tenía un espejo de pie que me llevaba por toda la casa y me hacía selfies, me fotografiaba la cara, me fotografiaba la polla, con o sin condón, la espalda, las piernas, el culo.
Esos meses yo vivía en La Habana. Poco después de mi diagnóstico me mudé allí por trabajo durante un semestre, y allí fue donde pasé por todo ese proceso de reencontrarme con mi cuerpo. Un profesor de antropología en mi universidad, John Borneman, imparte una asignatura sobre subjetividad que se llama “From self to selfie” (Del yo al selfie). Creo que mi historia con los selfies fue al revés: “From selfie to self” (Del selfie al yo). Me había perdido, me estaba buscando. Los selfies eran un lugar donde encontrarme: en el espejo, en la foto, con filtros. Hoy, bastantes meses después, creo que ya tengo una explicación para aquel comportamiento obsesivo. Al menos parte de la explicación, algo para empezar a darle sentido.
Antes de ser seropositivo, yo fui serófobo.
Hay muchas maneras de ser serófobo, un largo espectro que va desde aquellxs que evitan el contacto con seropositivxs porque siguen viviendo en 1982 y piensan que el VIH se transmite al roce, hasta aquél/la que es muy tolerante y buen rollo de puertas para afuera, pero de puertas para adentro tiene toda una galería de prejuicios hacia lxs seropositivxs. Éstxs últimxs, además, para lo que ellxs creen que es evitar exponerse al virus, eligen a sus parejas sexuales según su estatus serológico, lo que en inglés se llama “serosorting.” Básicamente: no se acuestan con seropositivxs.
Yo me parecía mucho a este último tipo. Por supuesto tenía amigxs seropositivxs a los que adoraba (y adoro), pero jamás me planteaba tener una relación sexual con un seropositivo, pensaba en diferentes versiones del “te ha pasado por irresponsable,” y la cuestión de “soy indetectable” me sonaba a cuento para justificarse o, en algunos casos, para llevarme al huerto. Hay dos momentos particulares donde recuerdo que mi serofobia fue rampante.
Una vez en Nueva York conocí a una pareja. Los dos eran súper atractivos, tremendamente simpáticos, y era evidente que había una intimidad en nuestra conversación, una atracción mutua, hasta el punto de que comenzamos a hablar de sexo abiertamente. Fueron directos conmigo y me dijeron que ambos eran seropositivos e indetectables, y que les encantaría hacerme un hueco en su cama. Yo simulé que muy bien todo, la conversación acabó, en apariencia, con la misma buena energía con que había empezado, y nos despedimos, con la perspectiva de volver a encontrarnos.
Nunca más contesté a sus mensajes, ni a sus llamadas. Desaparecí.
En otra ocasión, tuve una discusión con mi marido en torno a alguien seropositivo. Yo no conocía bien a esa persona, pero se mezclaron muchas emociones por distintos motivos, y exploté soltando un montón de prejuicios sobre él por ser seropositivo. Es muy fuerte hoy recordar todo lo que dije aquel día.
En el primer post de este blog conté que cuando fui a hacerme el test estaba muy tranquilo en la sala de espera, repasando mis notas para la defensa de la propuesta de tesis. Todo el mundo se pone un poco nervioso con esos tests, y yo también, pero por alguna razón esa vez no lo estaba, o tenía cosas laborales inminentes más importantes de que preocuparme. En el fondo, lo que me pasaba es que yo me creía protegido del VIH, eso jamás podría ir conmigo, este test me lo hago por pura rutina. Yo soy un chico bien, hago las cosas bien, soy responsable.
Y en ese estado mental me llegó la noticia.
Durante los primeros meses tras mi diagnóstico me hacía muchos selfies porque no me reconocía. De repente, el Miguel serófobo convivía en el mismo cuerpo con el Miguel seropositivo. Fueron unos meses largos para entender que no sólo había contraído un virus, sino también para ganar clarividencia sobre muchos aspectos. El Miguel serófobo se quedaba sin argumentos, y creo que la reacción defensiva fue la de tratar de entender cómo y cuándo me había infectado. Creo que buscar una razón a todo es una búsqueda justa; lo que no es justo es buscar esa razón o esa historia de cómo me infecté para tener argumentos que me permitieran seguir siendo serófobo: “yo sigo siendo un niño bien, esto me pasó por puro azar nefasto, hay otros que se infectan porque lo merecen.” La cosa es que en esa idea compulsiva estuve unos meses, meses en los que el Miguel serófobo aún se imponía al Miguel seropositivo. Porque sí, se puede ser seropositivx y serófobx. Meses en los que me hacía selfies obsesivamente como tratando de buscarme entre esas dos identidades en pugna.
Poco a poco, el Miguel seropositivo fue imponiéndose. Por suerte. El apoyo incondicional de mi marido fue fundamental; el suyo es un apoyo incondicional, sí, pero no por eso complaciente. Este post lo escribo porque él me ha reprochado directamente (y con razón) mi serofobia anterior. Para que el Miguel seropositivo se impusiera al serófobo fue clave también la ayuda de mi amigo Marcelo, que vino a verme a La Habana, y con el que mantuve algunas conversaciones inolvidables en el Malecón, por las calles del Vedado, y en mi casita de Zapata con B.
Con el tiempo también me he dado cuenta de que el Miguel serófobo estaba basado en la irresponsabilidad de no tomarme el tiempo de informarne de verdad qué significa el VIH hoy, de no tomarme el tiempo de escuchar; en el miedo hacia lo desconocido, a infectarme, a “mancharme.”
Pues bien, ni la ignorancia ni el miedo evitaron que me seroconviertiera. Lo único que conseguí fue ser un imbécil con una pareja que había sido amable y honesta conmigo, un prejuicioso con personas que no conocía ni me tomé el tiempo de conocer. Pensaba que esa persona ya estaba definida por ser seropositivo.
Hoy día no sé si he acabado del todo con el Miguel serófobo. Lo que sí sé es que quiero acabar con él, y la verdad, lo tengo contra las cuerdas. A veces asoma por ahí, a la desesperada, en algún comentario fuera de lugar, en algún pensamiento furtivo. Pero sabe que a grandes rasgos lo mantengo a raya. Del lado positivo diría que esta experiencia me ayuda hoy a lidiar con serófobxs. Cuando alguien me dice algo intolerante o ignorante, soy consciente de que hablan desde la ignorancia y/o el miedo. Hace poco más de un año yo estaba en ese lugar.
El miedo y la ignorancia no pueden ser una excusa, y, además, no salvan a nadie; más bien al contrario. Si no te informas bien, te expones.
Para este post me hice un par de selfies (los de aquí abajo), justo antes de que el peluquero me hiciera unos cuantos destrozos. En ellos, en mi imagen, me veo como un Miguel seropositivo, agradecido de todo lo que ha aprendido este año, consciente de que seguro aún me queda mucho por aprender. Ojalá que este blog me ayude a ello.